Excursiones

Casi nunca salíamos de la ciudad. Las excursiones al campo nos aburrían. Hasta las excursiones a la playa nos aburrían. Pero aquel tipo del trabajo, creo que se llamaba Dani, llevaba meses dando la paliza con el tema. Cada viernes a las ocho de la tarde, cuando nos despedíamos hasta el lunes siguiente, me decía:

-Entonces, ¿tampoco os viene bien este fin de semana?

Y yo me lo quitaba de encima con la primera excusa que se me pasaba por la mente. La primera; ni siquiera intentaba disimular, ser educado. Dani o comoquiera que se llamara me resultaba bastante pesado. No me caía bien. El destino había querido que trabajáramos juntos en una oficina como cualquier otra, eso era todo, pero él estaba empeñado en ser mi amigo. En que los cuatro fuéramos amigos. Ellos más nosotros. Salir a cenar y luego tomar algo en un karaoke o en un pub de aire irlandés. Cada vez más a menudo, incluso, decía que estaría bien que tuviéramos hijos más o menos al mismo tiempo. Que le haría mucha ilusión. Alegrando todavía más la cara de bonachón que lucía desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, arqueaba las cejas y decía:

-Además, así los críos serán amigos desde el primer día de sus vidas.

Ése era el tipo de relación feliz que quería que tuviéramos. Dani, llamémosle Dani y olvidémonos del asunto de una puta vez, creía que esa clase de mierda light, biberones sincronizados y fotos de picnics periféricos con ciudad al fondo, era lo que nos convenía. A él y a mí, como si nos pareciéramos en algo.

Un sábado por la mañana sonó el telefonillo. Clara aún dormía. Yo estaba en la cocina, esperando en pijama a que el café hirviera. Supuse que sería un repartidor de publicidad, así que contesté:

-Tienes el buzón de propaganda ahí mismo, chaval, junto a los timbres.

Pero la respuesta no fue el Vale esperado. La voz electrónica de Dani, que me sonó mucho más risueña, aguda y ridícula de lo habitual, resonó en cada rincón de nuestra pequeña casa cuando dijo Soy yo, Dani, tu compañero. Y me sobresalté como si sus palabras encerraran una oscura premonición. Casi al instante, sin embargo, la impresión dejó paso al enfado. Supongo que balbuceé algunas sílabas inconexas con los labios pegados al micrófono, porque el pesado me interrumpió:

-¿Qué dices? No te entiendo.

Y siguió hablando sin darme tiempo a decir nada. Su discurso de siempre:

-Va, poneos algo y bajad. Hemos hecho comida de sobra. Y llevamos un montón de cervezas.

Debí haberle dicho que ya teníamos planes. Que se me estaba quemando el café. Haber improvisado cualquier pretexto. O, simplemente, haberle dicho que se largara. Haberle mandado a la mierda. El lunes más, tío, ahora déjanos en paz. Pero no lo hice. A través del hueco de la puerta de la cocina, vi que Clara se había levantado. Estaba en el balcón, mirando hacia la calle y saludando a alguien con la mano. Luego se giró hacia mí. Sonreía, y supe que no había nada que hacer. Dejé el aparato colgando del cable en espiral, con la vocecilla de Dani martilleando al otro lado, y fui a vestirme.

Mi compañero tenía un Hyundai Tucson bastante cómodo. Al menos, permitía que los cuatro viajáramos rumbo a algún paraje semisilvestre sin que la distancia entre cada uno de nosotros nunca fuera menor de medio metro. Durante el trayecto, claro, hablamos del trabajo. Dani y yo del nuestro, como si no nos lo supiéramos ya de memoria, y ellas de los suyos. Y hablamos de nuestras casas, de si estaban en buena zona y de que quizá algún proyecto de expansión urbanística las revalorizara pronto. Y del buen día que nos había salido. Que nos encantaría el sitio, dijeron Dani y su compañera. Puede que no lo hicieran al unísono ni empleando exactamente las mismas palabras, pero ambos repitieron unas cuantas veces:

-Ya veréis cómo os gusta…

-Solemos venir aquí casi todos los fines de semana…

-Y vosotros siempre estáis tan ocupados…

-Ya veréis cómo os encanta…

Hablamos y hablamos mientras el ambientador aroma-pino oscilaba en el retrovisor y yo miraba mis pantalones vaqueros, mis zapatillas deportivas, mi jersey de punto. Pensando que ni siquiera tenía ropa apropiada para ir de excursión.

Tras veinte kilómetros de autovía y tres o cuatro de carretera comarcal, el coche se detuvo a la entrada de una pequeña explanada surcada de huellas de neumáticos y rodeada de árboles. Nada más poner el suelo en la tierra parduzca, quedó claro que el ambientador del que acabábamos de librarnos no olía como los pinos que nos envolvían. Olía a productos químicos, a lejía y otras sustancias tóxicas. Y noté cómo el aire más o menos puro que soplaba en el exterior aliviaba la irritación de mis fosas nasales. En los márgenes del llano, a la sombra de los árboles, había algunos coches aparcados. Hasta había una autocaravana con un porche improvisado a base de telas traslucidas, bajo el que dormitaba un anciano al que las moscas parecían no molestar. A pesar de lo que Dani pretendía vendernos, resultaba evidente que aquel sitio no era precisamente un paraje reservado sólo a los senderistas más intrépidos.

El líder indiscutible de nuestra expedición comprobó si todos los pasadores de su todoterreno estaban bien cerrados, cargó con la nevera portátil y una mochila, y dijo:

-El río está sólo a diez minutos hacia el norte.

Señaló en determinada dirección, y dijo:

-¿Sabéis? No hay pueblos grandes río arriba. Aquí el agua aún baja limpia.

Y luego se rió y dijo:

-Y no os preocupéis: hemos traído bañadores para todos.

Me picaron varios insectos a lo largo de esos putos seiscientos segundos de camino. Arbustos, árboles, piedras, todos sucios, recubiertos del polvo levantado por los vehículos utilizados por los urbanitas para llegar hasta allí, purificarse un poco y deteriorar otro tanto el paisaje. Quizá me picaron porque hasta ellos, con sus microcerebros, se dieron cuenta de que yo no debía estar allí.

El río, en efecto, parecía limpio. La primavera acababa, empezaba a hacer calor. Sudaba. Los demás preparaban todo lo necesario para pasar unas cuantas horas viendo discurrir las aguas y oyendo conversaciones propias y de los otros excursionistas que había desperdigados por el lugar. Y a mí, fugazmente, me pasó por la mente la idea de sumergirme en el río. De pasarme el día entero en el agua, intervenir lo mínimo en la preparación de la comida, en las charlas, en las bromas. Apartarme de toda esa mierda. Me acerqué a la orilla y me subí a una piedra. Realmente, me apetecía darme un largísimo baño. Pero enseguida pensé que el hecho de pedirle a Dani que me dejara ese bañador sería un triunfo para él. Así que preferí la opción de torrarme al sol mientras ellos se lo pasaban bien, impacientándome progresivamente, esperando a que aquello acabara. Me imaginé a mí mismo en el trabajo, el lunes siguiente, diciéndole a Dani que jamás volviera a aparecer así en mi casa. Que la próxima vez le partiría la cabeza. Y él arrinconado, cada vez más encogido detrás de su mesa, pidiéndome disculpas sin saber por qué. Me gustaba lo que veía en mi imaginación. Hasta que una palmadita en la espalda me sacó de mis sueños. Dani me rodeó los hombros con su brazo y con el otro me tendió una cerveza. La acepté. Y me dirigí con él hacia la mesa de camping en la que nos esperaban Clara y su mujer.

Las horas pasaron. No comí nada, pero perdí las cuentas de las cervezas que bebí. A lo mejor por eso, cuando mi compañero de oficina cogió la mano de aquella mujer, cómo coño se llamara, y dijo que íbamos a ser los primeros en saber que iban a tener un hijo, no supe hacer nada más que abrir otra lata y evitar cruzar mis ojos con los de Clara. Además, no necesitaba hacerlo. Sabía que ella estaría clavándome la mirada con esa cara que siempre acababa poniendo cuando hablábamos del tema. Y sabía que dentro de unos segundos, tras felicitar a nuestros jodidos anfitriones, se levantaría con cualquier excusa, se alejaría un poco y empezaría a llorar bajito.  Preferí no verlo. Eran ya demasiadas veces de las mismas palabras, el mismo enfrentamiento sin solución. Sin paciencia.

Y fui yo el que se alejó primero. Caminé a lo largo del río, bajo un cielo de un azul perfecto, en medio de un ambiente casi veraniego, entre lejanas voces de niños alegres. Caminé hasta que, en un bancal que se levantaba a escasos metros del agua, vi a un hombre que asestaba hachazos a un tocón que se alzaba en el centro de su huerto. El hombre me vio al mismo tiempo que yo a él. Se quedó plantado con los brazos en jarras, mirándome directamente. Luego se secó el sudor de la frente con el antebrazo y me hizo señas para que me acercara. Cuando estuve junto a él, me tendió la mano y yo se la estreché. Y señalando con la cabeza los restos de aquel árbol impertinente, me dijo:

-¿Podrías ayudarme a arrancarlo? Yo ya estoy viejo… Me duele la espalda.

Me gustó que me tuteara. Así que le respondí:

-Claro. Pero nunca he hecho esto antes.

-Tranquilo, es fácil. Levanta el hacha por encima de la cabeza y déjala caer con todas tus fuerzas.

Eso fue lo que hice. Una y otra vez, sin importarme que alguna esquirla de madera me sacara un ojo. Unos minutos más tarde, el cadáver del árbol reposaba horizontalmente entre el hombre y yo. Me quedé un rato mirando los gusanos blancos, asquerosos que se removían entre las raíces desnudas.

El hombre del hacha dijo:

-Gracias.

Y yo contesté:

-De nada.

Volví la vista hacia el lugar de nuestro picnic. Ya no había nada allí. Ni la mesa, ni la nevera portátil, ni las bolsas de basura donde habíamos ido depositando las latas vacías de cerveza. Ya no quedaba allí nada ni nadie. Me despedí del hombre y eché a andar hacia la carretera. Tal vez él haya conseguido continuar con su vida.

Acerca de Iván Rojo

Poemas y relatos. Realismo. Minimalismo.
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