Más problemas de empatía

A veces tienes instantes de lucidez y por ejemplo te das cuenta de que eso de salir a la calle a caminar sin rumbo puede ser síntoma de que las cosas no van demasiado bien. Por eso decides aceptar por una vez la invitación que cada lunes te llega por email. El partidito semanal de tus amigos. No se cansan de incluirte en la convocatoria, aunque hace meses o años que dejaste de hacer el menor ejercicio. El simple acto de subir las escaleras del portal o agacharte a atarte los cordones te agota. Por las mañanas vomitas en el fregadero tu desayuno de café y cigarro y sales a toda prisa hacia el trabajo. Y en cuanto acabas vuelves a patear por las aceras. Fumas y escupes cosas rojas o marrones o verdes o de todos esos colores mezclados y ya que agachas la cabeza te fijas en los chicles resecos que motean el pavimento. Pegatinas de la grúa. Mierdas de perro y zapatos relucientes, camales ben planchados y medias finas pasando apresurados junto a ellas. O a lo mejor tus pies te hacen el favor de hacerte pasar junto a uno de esos frondosos jardines que los chinos montan a las puertas de sus comercios y dedicas unos segundos a contemplarlo, respirando su perfume de geranio urbano. En fin, andas y andas como cualquier otro ocioso prejubilado o desempleado o, como tú, con un curro de media jornada de lo más precario. Poco dinero, mucho tragar mierda. Hoy tienes que aguantar demasiadas gilipolleces sólo para poder pagarte el techo, los pantalones y las sopas de sobre. Y mañana será lo mismo. Quizá por pensamientos como ése al cabo siempre te cansas de andar y te metes en algún bar y luego en unos cuantos más hasta que la noche avanza y se convierte en madrugada y los camareros se tienen que llevar sus vidas de mierda a descansar. No es un espectáculo bonito de ver. Algunas noches puede resultarte reconfortante eso de sentir que empatizas con las ojeras negras del tipo que te sirve el alcohol. Con su mirada reptiliana, lenta y forrada de sangre fría que te observa como queriendo darte la oportunidad de parecer alguien más o menos agradable. Apreciar el mérito del sudor agrio del camarero y de las manchas grasientas de su camisa y del espasmo de dolor que le sube desde la espalda a la cara cuando coloca las sillas sobre las mesas. Y que él comprenda que tú eres otro pobre cabrón y a lo mejor te diga que a la última estás invitado. Pero lo normal es que no se dé tal feeling. Lo normal es que hasta alguien que probablemente está tan hasta los cojones como tú acabe pidiéntote que cierres la boca y liquides de una puta vez tu copa. Así que a lo mejor hoy te viene bien sudar un poco dándole al balón en lugar de pasar la tarde y la noche andando en espiral por el barrio. Sentándote de cuando en cuando en los bancos de los parques, en las paradas de autobús, en los tranquillos de los portales. En los taburetes de los bares más cutres junto a los viejos borrachines que se dejan caer en ellos y se quedan ahí como animales muertos o medio muertos, mirando de tanto en tanto el reloj de la pared. Y te plantas en el polideportivo a la hora convenida. Están todos. A unos cuantos los ves los fines de semana. Son los que dos días a la semana te acompañan cuando te emborrachas. O tú a ellos. Da igual. Son, en definitiva, los que todavía se parecen a ti, aunque sólo sea a grandes y difusos rasgos. Los otros han cambiado demasiado de un tiempo a esta parte. Desde que sólo hablan de ascensos, hipotecas e hijos hasta te cuesta recordar en qué momento se convirtieron en tus amigos. Por qué sigues considerándolos tus amigos. Pero, bueno, algo en tu interior te dice que aún los quieres. Además, si te muestras simpático quizá puedas sacarle un poco de pasta a alguno al acabar el partido, durante la confraternización del vestuario, cuando tengan cuerpo y mente atontados por el ejercicio. Por eso procuras poner buena cara cuando entras en la pista y alguien se ríe y te suelta que tires el cigarrillo de una puta vez y se ríe otra vez más fuerte y con más gente. Y comprendes en un momento menos doloroso de lo que habías temido que hace mucho tiempo que tu sitio está en otra parte o en ninguna, pero desde luego no en un pabellón deportivo con gente sana y decente y que, a fin de cuentas, ya está salvada. Pero aun así haces caso y apagas el cigarro y te quedas ahí en el medio del parqué con las manos incómodamente libres. Las manos y los pies y todo lo demás. Ahí en medio, en pantalones cortos, dando pequeños saltitos, fexionando las rodillas, desentumeciendo las caderas como si estuvieras bailando un hula-hop. Sintiéndote un gilipollas. Como cada mañana cuando llegas al trabajo de mierda que la última ETT haya tenido a bien proporcionarte. Como cuando tu madre te llama para preguntarte si has comido bien. O como cuando intentas hablar con una gafapasta en cualquier garito. Da igual lo cretina que sea toda esa gente, amigos, familia, amores o simples seres sexualmente atractivos. Al final siempre eres tú el que se siente un imbécil al interactuar con ellos.

Acerca de Iván Rojo

Poemas y relatos. Realismo. Minimalismo.
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3 respuestas a Más problemas de empatía

  1. Rodrigo Fernández dijo:

    párrafos como bloques de cemento.

  2. jano dijo:

    …y verdades como puños.

  3. Sulo Resmes dijo:

    …tal vez, aunque sólo tal vez, alguna de esas gafapastas le ayuda a reencontrarse consigo mismo. Desde luego eso no pasará en ningún pabellón deportivo. Sulo comprendió esa lección hace tiempo… y su incipiente bartola da fe de ello.

    Ahora soy yo el que está a sus pies…
    Olus Semser.

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