Nada más pisar la calle se sintió perdido. Demasiada luz, demasiado ruido y demasiado movimiento. Unos niños salieron de la nada de la esquina que estaba a punto de doblar y pasaron corriendo y gritando a su lado. Se asustó. Se irritó. El tráfico que iba y venía por la calzada hacía que todo vibrara. El cemento de los bloques, los escaparates frente a los que pasaba, las antenas de las azoteas. Hasta su caja torácica. Todo le parecía a punto de venirse abajo a causa del temblor. Se planteó la posibilidad de que alguna vena particularmente débil reventara en su cabeza a causa del temblor. No le inquietó lo más mínimo, pero tampoco se recreó en ello. No tenía mucho sentido fantasear con ese tipo de pensamientos. Al fin y al cabo sabía muy bien que tal percepción de las cosas era sólo suya. A su alrededor la gente respiraba, caminaba y hablaba con total normalidad. Sencillamente vivían, como pequeños dioses de carne y hueso, sin temor aparente a nada.
Se dio prisa en cruzar la calle y refugiarse en el supermercado. El aire acondicionado lo calmó un poco, pero fue una sensación fugaz. No tardó ni un minuto en sentirse mareado. De golpe le asqueó la obligación de soportar un alegre hilo musical para hacer algo tan intrascendente como escoger un pack de latas de atún de entre todos los que ocupaban la estantería, apilados por marcas con precisión arquitectónica por algún pobre reponedor somnoliento durante la noche anterior. Y entendió que tampoco sería ése el día en que empezara a enderezar el rumbo de su vida. Supo, en realidad, que le importaba una mierda que ese momento llegara o no. Tenía cuarenta y cuatro años y la vida tan destrozada que el solo hecho de preocuparse a estas alturas por algo tan insignificante como su propia futuro le repugnaba. Le hacía sentir sucio, indigno. Supo, en definitiva y contemplando todos los mares del mundo pintados en azules y blancos sobre los envoltorios de decenas de latas de atún muerto, que lo más decente que podía hacer consigo mismo era volver a casa y afrontar la realidad. Su realidad. Para bien o para mal, no tenía ni puta idea. Lo que estaba claro era que intentar participar del mundo exterior, incluso a un nivel de mera subsistencia, sería un esfuerzo inútil y doloroso en tanto no asumiera el suyo.
Por eso se dirigió al estante de las botellas, cogió un par de Beefeater, pagó evitando darle a la cajera el menor pie para que intercambiara con él otra frase que no fuera el importe de su compra y se encaminó a su casa.
En el ascensor se cruzó con la vieja del sexto. Ella salía, él entraba. Pero, por supuesto, el movimiento se alargó más de la cuenta porque la mujer le preguntó ¿Cómo está? Él respondió Bien, gracias sin siquiera mirarla y entró en el ascensor. Pulsó el botón de inmediato pero antes de que las puertas se cerraran por completo tuvo tiempo de intuir que la mujer echaba un vistazo a lo que tintineaba en su bolsa de la compra y oír lo que sentenciaba: Poco a poco. En contra de su voluntad se imaginó a su vecina tendida en el suelo con el cráneo reventado, vaciándose sin remedio sobre el gres sucio, con los ojos muy abiertos y mordiéndose la lengua.
Poco a poco… Menuda estupidez. Su problema era precisamente ése, que todo iba muy poco a poco.
Ya en casa fue directo a la cocina. Sacó un vaso del armario y lo llenó de ginebra hasta el mismo borde. Ni hielo, ni agua, ni tónica. Nada que pudiera suavizar la amargura y el arañazo en la garganta. De un solo trago liquidó la copa. Aún le bajaba por el esófago y la segunda ya estaba esperándole sobre la encimera.
Con ella en la mano encontró el valor o nada más que la inercia necesaria para atravesar el salón, recorrer el pasillo y abrir la puerta de la habitación. La luz le dolió en el fondo de los ojos. El sol aún potente de las cinco de la tarde entraba por la ventana y provocaba que las paredes naranjas resultaran demasiado deslumbrantes, cálidas, acogedoras. No hacía ni medio año que él mismo las había pintado y resultaba evidente que había hecho un buen trabajo. Un trabajo inútil pero un buen trabajo, que no tenía putas ganas de contemplar. Bajó la persiana hasta que el dormitorio se convirtió en algo menos luminoso, algo más acorde con el tono de -como le gustaba decir a su médico de cabecera con vocación de psicólogo cada vez que tenía que recetarle otra tanda de somníferos- su mundo interior, y se sentó en la cama. Frente a él, ametrallado a ráfagas paralelas por los rayos de sol que se colaban por los respiraderos de la persiana, estaba lo que llevaba semanas causándole terror.
Mirándolo recordó con todo detalle, como estaba seguro de que sucedería, la primera vez que tuvo vaciar un armario. La recordó a ella, para ser exactos. Cuando la conoció, cuando empezaron a salir, cuando follaron por primera vez. Recordó que aquella noche lo llamaron Hacer el amor. Ella lo llamó Hacer el amor. Se preguntó si al menos en aquel momento habría sido cierto. Dio un largo trago de Beefeater y sintió ganas de vomitar o sintió ganas de vomitar y dio un largo trago de Beefeater. En cualquier caso, le extrañó; no había comido nada en todo el día.
Siguió sentado haciendo memoria sin la menor intención de ello, como asumiendo que no tenía oportunidad alguna de controlar lo que le pasaba por la cabeza. Ni ninguna otra cosa. La vida se había encargado de dejárselo muy claro. Dentro y fuera de él la realidad era hostil. Y sabía que en adelante siempre lo sería. Una hostilidad cotidiana esperándole sin prisa cada mañana y despidiéndole cada noche, justo después o justo antes del efecto de las pastillas. Se imaginó en un segundo cómo serían sus días hasta que llegara el de su muerte y los vio todos idénticos. Tristes. Ni siquiera peligrosos o inquietantes, porque ya no conservaba nada cuya pérdida pudiera dolerle. Así que un calendario repleto de días, horas, minutos y segundos tristes. Ése era el futuro que le esperaba, y su duración no le preocupa en absoluto.
A su alrededor las motas de polvo cruzaban las filtraciones de sol brillando como lo que son, como polvo de cosas muertas, y recordó que luego todo había ocurrido como le suele ocurrir a la gente. Estuvieron juntos unos años, se compraron este piso y se casaron. Y al poco nació Borja. Él quería haberle puesto su mismo nombre. Pero por alguna razón que nunca llegó a tener clara no hubo quien negociara con ella al respecto. Así que el crío se llamó Borja. Un nombre horrible, en su opinión. Un nombre de niño pijo o de niño idiota.
Tampoco existió debate cuando menos de tres años después ella dijo que se largaba. Había conocido a alguien y se iba al extranjero, eso anunció. Y eso hizo. La gente, la familia, los amigos elaboraron muchas teorías para explicar que se fuera de modo tan repentino. Decían que aquello no era propio de ella, y tal vez tuvieran razón. Pero lo único cierto era que se había ido y que llamaba una vez al mes, luego una vez cada dos meses y después una vez al año para saber de Borja. Para cuando dejó de hacerlo hacía ya mucho tiempo que había vaciado aquel armario.
Durante mucho más tiempo del que habría debido había conservado intacto lo poco que ella se dejó en las perchas y cajones. Ropa pasada de moda, pedazos de tela que ya no le servían. Trastos viejos. Más o menos como él y el niño. Tirar a la basura todo aquello le parecía lo más doloroso a lo que tendría que enfrentarse en su vida. Era un puto sentimental, lo sabía, un gilipollas. Se lo decía a sí mismo todos los días. Ni siquiera el rencor que le ulceraba el estómago conseguía arrebatarlo lo bastante para coger un par de bolsas de basura y hacer lo que sabía que debía hacer. Necesitó que pasara más de un año para que, una mañana tan mierdosa como todas las anteriores, encontrara la fuerza necesaria para hacer limpieza vital mientras el almuerzo que el crío se comería en el recreo se calentaba en la sandwichera.
Ése fue el día en que la normalidad empezó a reinstalarse en su vida. El dolor continuó sobreviniendo de vez en cuando, a ratos sueltos. Pero ya no era algo con lo que no se pudiera vivir. Volvió a abrir la ferretería y el negocio remontó el vuelo como si nunca hubiera estado cerrado. Poco a poco todo remontó el vuelo como si tal cosa hasta esa media altura en la que suele desenvolverse la existencia de las personas corrientes. Incluso hubo mujeres dispuestas a asumir el papel que la madre de Borja no quiso quedarse. La madre de Borja, la madre de su hijo, a ese concepto irrefutable e inofensivo en su objetividad quedó reducida con el tiempo, ya sin asomo de pena al pensar en ella. Sin otro sentimiento que el que es imposible no experimentar cuando cualquiera piensa en lo que vivió cuando era mucho más joven. Cierta nostalgia asumible, en definitiva. Así debería haber sido siempre, pensó al liquidar la ginebra. Cuánto dolor malgastado con alguien que no lo merecía. Cuánta estupidez.
Nada que ver con lo que sentía ahora, sentado en una cama cubierta con sábanas de colores chillones. Entre cuatro paredes forradas de pósters de grupos malos para adolescentes. Mirando un casco reluciente acumulando polvo en la estantería. Escondido de un sol dispuesto a iluminar con obscena crueldad un armario lleno de ropa juvenil y una mancha de sangre allí, tan sólo unos metros calle arriba, que nunca dejaría de ver por mucho que asfaltaran sobre ella, por mucho que los servicios de limpieza se esforzaran en limpiarla. Por muy de noche que se hiciera.
muy realista, como siempre…
Ostia Iván, me ha encantado.
Leído en voz alta… como siempre.
como siempre, como siempre, como siempre…
Que chungo eres
maravilloso.
Levemente confuso en la interpretación de los actos cotidianos y la tristeza. Quizá podría decirse que la tristeza ha vuelto confusos a los actos cotidianos y la expresión de éstos en forma escrita.
No obstante, los hechos depresivos han quedado plasmados de forma tal, que los tiempos y voces se enmudecen y a la vez hablan en el acto de superación, lo cual se lee coherente.
Saludos. 😀