Feliz cumpleaños

Estás cansado. El simple hecho de buscar el móvil en los bolsillos se te hace un mundo. Además no importa gran cosa la hora que sea. Algo más de las 12, supones, porque se oyen fuegos artificiales en algún lugar, ni muy lejos ni muy cerca. Más bien lejos; por el ventanuco esmaltado en blanco impoluto del cuarto de baño no entra ningún resplandor. Te preguntas cómo es posible mantener tan limpio algo tan fácil de ensuciarse. Pero al fijarte en los destellos que emiten el lavabo y el inodoro comprendes que ese es un misterio que no estás en condiciones de resolver. Así que diriges la mirada hacia el espejo y piensas si esa palidez es tuya o te la regala su cromado y que sí, que deben de ser las 12 y pico porque todo el mundo sabe que los fuegos artificiales suelen dispararse a medianoche. Al menos en esta parte del planeta, le dices a tu reflejo. Aunque hace mucho tiempo viste palmeras de fuego verdes y rojas a la orilla de un río francés y te parece recordar que la noche acababa de caer. Le/te señalas con el dedo y preguntas ¿Te acuerdas? Divagas. Mantienes la mirada a tus pupilas invertidas y sigues divagando. A veces es difícil parar. De hecho cada vez te cuesta más. Sacas la lengua, observas el interior de tus párpados inferiores y piensas que a tu edad tu padre ya tenía dos hijos. Tú eras y eres el mayor. Tu hermana pequeña es propietaria del espejo, del cuarto de baño y de todo el chalé en el que estás celebrando tu cumpleaños. Es propietaria hasta de la mayor parte de los invitados. Al llegar solo has sido capaz de identificar media docena de caras. Qué más da, que presuma de casa ante sus amigos y conocidos. Se la veía feliz yendo de un lado a otro del jardín preguntándole a la gente qué tal lo estaba pasando. A ti no te ha dicho eso. Te ha dado en la mejilla un beso tan helado como su martíni y su mirada y te ha sugerido que te dieras una ducha. Pero, bueno, a quién le importa estar de más en su propia fiesta de cumpleaños. Para empezar puede que todo sean imaginaciones tuyas. Y además ya lo celebraste anoche y durante buena parte de hoy. De otra forma, con otra gente. Tal vez por eso estás escrutándote en el espejo. Te preguntas si se te nota demasiado que aún vas hasta las cejas. Un destello de lucidez te hace concluir que el mero hecho de preguntártelo ya es de por sí una mala respuesta. Pero no puedes seguir escondido mucho más rato. Ya han llamado a la puerta dos invitados. Voces desconocidas que se han encontrado con la versión más firme de la tuya que has sabido fingir desde el otro lado de la madera de roble: ocupado. Y, quién sabe, puede que haya algún enfermo de próstata pasándolo mal ahí fuera. En fin, es hora de salir. Abres el grifo y ahuecas las manos bajo el chorro. De ahí a la cara. Una, dos, tres veces. No te encuentras mucho mejor. Ni siquiera cuando te mojas la nuca y un par de regueros fríos como la muerte resbalan por tu espalda afilando tu dolor de cabeza, haciéndote sentir que sigues vivo. Pero no queda otra: es hora de salir. Te despides en silencio de tu reflejo. Reprimes una arcada. Y mientras descorres el pestillo de la puerta trazas mentalmente la ruta más rápida y segura para alcanzar el aire fresco del jardín. El cielo abierto. Esa tumbona verde-frontón que al llegar has visto junto a la piscina. Intentas relajarte. No tiene por qué ser tan difícil, te dices. Solamente se trata de tirar del pomo y echar a andar por el parqué del pasillo. Recorrerlo con la vista en el suelo, como si las vetas del wengue fueran señales de dirección. Prestarles toda tu atención para evitar las caras de sorna despectiva de quienesquiera que estén aguardando su turno para usar el retrete. Y para evitar que la visión de las geometrías de diseño enmarcadas en las paredes te mareen más si cabe. No entiendes una mierda de arte moderno. Hasta donde crees conocer a tu hermana ella tampoco. Pero determinados rincones de la casa parecen un puto museo. Y luego desembocar en el inmenso salón. Rezar para que tu cuñado y un par de tipos muy parecidos a él no reparen en ti cuando pasas por detrás del sofá en el que están repantigados viendo el Masters de Augusta mientras hablan de cosas tan diferentes o similares como el IBEX 35 y recorrer las islas griegas en un velero de 40 metros de eslora diseñado por Sparkman & Stephens. Estar a punto de lograr escabullirte pero caer en la tentación de detenerte un segundo para ver si queda alguna lata en el bol lleno de cubitos que hay sobre la mesa. Ni una. Y tropezar con una pata de la mesa y que decenas de cosas de cristal tintineen al unísono y a un volumen perfectamente audible a pesar de los estallidos e pólvora que siguen resonando afuera. Escuchar a tu espalda el roce de los vaqueros Calvin Klein de los tres clones contra el terso cuero del sofá cuando se giran para descubrirte. Y sentir que no tienes fuerzas para lo que viene a continuación. Que te pregunten con sonrisa de vendedor qué tal te va mientras su mirada es la de quien no espera obtener ninguna respuesta digna de ser retenida en la mente más de un segundo porque a un buen vendedor de éxito solo le interesas en la medida en que puedas ayudarle a acrecentarlo y es más que obvio que tú no les sirves para eso. Quizá por contraste les intereses durante un minuto de aburrimiento, eso puede ser, como el niño enclenque y torpe de la clase es utilizado por el popular de turno para serlo aún más, pero ya está. Así que lo mejor será que intentes tranquilizarte pensando que todo terminará en sesenta segundos, puede que un poco más, que pasarás de pie ante el triunvirato sedente, hablando de lugares comunes, frases de ascensor, diciéndoles concentrado en no balbucear que las cosas marchan bien, gracias, mientras notas cómo su mente colectiva penetra en tus ojos inyectados y dicta la sentencia esperada, la de siempre, esa que nunca se pronunciará de viva voz en tu presencia pero que existe y se impone sobre ti sin necesidad de que nadie la publique. Y al fin pretender distraerlos señalando la pantalla verde de un millón de pulgadas con un gesto de barbilla quizá demasiado desesperado y preguntar quién va ganando. Y que ellos se miren entre sí y comenten algo acerca del número de hoyos que todavía faltan para saber eso. Esperar durante otros cuantos momentos eternos a que se giren de nuevo hacia la pantalla y uno de ellos diga algo sobre un hotel de cinco estrellas luxor en pleno corazón de África. Es el indicador de que los tres han regresado a la dimensión a la que pertenecen, de que ya no existes para ellos. Y respirar hondo y soltar el aire muy despacio, casi suspirando, casi agradeciendo su anterior condescendencia y su indiferencia actual. Agradeciendo que ninguno de ellos te retenga un segundo más allí al caer en la cuenta de que no te ha felicitado. Atravesar el gran ventanal y salir al jardín. Ni rastro de los fuegos en el cielo. Pero al menos notarás el césped bajo tus pies, ayudándote a amortiguar el peso. Una sensación agradable pero fugaz. En cuanto eches a andar sobre la hierba, entre antorchas de bambú y música jazz, a través del aroma a barbacoa, dará paso a un hormigueo que te subirá haciendo eses por la parte interior de las piernas hasta detenerse en tus vértebras lumbares. Es probable que sientas un leve cosquilleo que podría ser hasta agradable si no fuera porque al mismo tiempo percibirás cómo un líquido denso empieza a derramarse en el interior de tu estómago y tu cerebro. Pensarás que quizá esta vez te hayas pasado. Y puede que imagines que la sangre se está ralentizando hasta límites imposibles en tus venas. Que tu corazón es una esponja carcomida empapada en tal cantidad de chapapote que es incapaz de seguir drenándolo. Mirar hacia abajo y ver cómo te tiemblan las manos no te ayudará a serenarte. Seguramente, por instinto, las levantarás hasta la altura de tus ojos y cerrarás los puños en un intento de recuperar el control sobre ti mismo. No servirá de nada. Y te sorprenderás resignándote a ello. Te sorprenderás sacando a relucir un instinto social que creías perdido y que te hará esconderlas en los bolsillos para no llamar aún más la atención. Llegados a este punto, tan cerca de la meta, no te quedará otra opción que seguir adelante. Evitar mirar hacia esa mesa bajo el pino más grande donde tu madre bebe ponche con esos ojos opacos asomando por encima de la copa, clavados en ti. Evitar echar de menos a tu padre, que no te entendía pero te quería y murió demasiado pronto. Desechar con o sin razón la idea de que quizá esos putos estallidos que nadie más busca en el cielo son la primera señal de que definitivamente algo se ha jodido dentro de tu cabeza. Esquivar a un treinteañero de calva reluciente, tu primo segundo, crees, cuando aparece ante ti e intenta darte un abrazo absurdo. No caer en la tentación de retorcerles el cuello a los dos gemelos mayores de tu hermana por mucho que te disparen con las pistolas de agua, por muchas patadas que te den en la espinilla. Simplemente has de concentrarte en seguir, seguir, seguir. Ni siquiera te detengas cuando la otra niña de la casa, la que te cae bien, a la que le caes bien, venga corriendo hacia ti con una sonrisa y te ponga en tu mano dormida una pequeña cajita deseándote feliz cumpleaños. Quizá añada algo extraño, algo como que siempre tienes cara de que te duela la cabeza. O eso creerás escuchar por encima o por debajo de los estruendos sin luz. No cometas el error de decirle Gracias, guapa y agitar su pelo de cinco años. Podría ser una trampa. Todo lo que has de hacer es seguir andando y, con un poco de suerte, pasar desapercibido para todo el mundo. Si lo haces bien se te concederá el premio. Poder respirar unos minutos el olor de los pinos o lo que sea que decidieron plantar en esta parcela sin tener que hablar de nada. Sin pensar en nada. Sin comentarios a tu espalda ni sonrisas pintadas danzando frente a tu cara. Y al fin dar con la tumbona libre a la orilla de la piscina en forma de haba con todas esas luces en el fondo. Echarte, sentir la lona amoldándose a tu cuerpo, con el líquido resplandor azul eléctrico ascendiendo y brillando sobre ti, sobre todo, como una aurora boreal. Fantasear durante un instante con que se trata de un ovni sumergido esperando el momento para salir volando y sacarte de allí. Imaginar que si fueras capaz de volar lo bastante alto la piscina parecería el riñón de un androide del siglo XXIII, de un elegante azul pálido y frío y silencioso y limpio y eficaz. Y quedarte dormido por fin en la tumbona después de, quizá, ver los fuegos ardiendo en mil colores perfectos y cegadores entre las copas oscuras de unos árboles allá, a medio camino siempre a medio camino del horizonte, dándole cierto sentido a las explosiones que no cesan. Y eso es todo. No tiene por qué ser tan difícil, te dices. Solamente se trata de tirar del pomo y echar a andar por el parqué del pasillo. Y entonces te despiertas. O empiezas a despertarte, porque lo cierto es que tardas unos minutos en saber dónde estás. La lona áspera de la tumbona te ayuda a ubicarte. Y el tufo denso a carne abrasada. Y el jazz de rigor en toda reunión selecta. Y el resplandor de las antorchas creando sombras danzarinas en el suelo, en los árboles, en el seto que delimita esta propiedad privada de la del resto del mundo. Y sobre todo ese coro de voces que parlotea a tu espalda. Sabes que vas a tener que acercarte a la reunión de conocidos y extraños. Y también sabes que para hacerlo con unas mínimas garantías necesitas una cerveza. Te levantas con esfuerzo de la tumbona dispuesto a coger un par de latas del pozal que milagrosamente hay un par de metros más allá. Al incorporarte algo rueda por tu barriga y cae al suelo. Una cajita de madera cerrada con un lazo rosa. Empiezas a recordar de verdad. A plantearte cuánto tiempo llevas dormido. Te agachas y la recoges. No pesa nada. La agitas junto a tu oreja. Suena a plástico entrechocando con arena. Al fin lo abres. Un par de nolotiles ruedan por la madera. No sabes si reírte o llorar, pero lo que importa es que el pecho se te llena de una enorme gratitud hacia tu sobrina. Hacia su sabiduría imposible. Hacia su comprensión. Necesitas darle un abrazo de inmediato y explicarle que a veces no te duele la cabeza y que seguro que dentro de poco ya no te dolerá ni en los peores días. La buscas barriendo deprisa el jardín con la mirada. Y se te eriza la nuca cuando por el rabillo del ojo ves a contraluz esa silueta hundida en el fondo de la piscina. Te lanzas al agua. Buceas. Añades un poco de sal al cloro. Y cuando llegas a ella chocas contra algo duro y te ves tirando con todas tus fuerzas del brazo de una pesadísima sirenita de piedra probablemente comprada en la sección de jardín de Ikea. Bueno, seguramente en un sitio más selecto. Y ahí abajo, mirando frente a frente a la estatua como un auténtico imbécil, entre miles de burbujas de oxígeno perdiéndose para siempre, comprendes que nunca has sido tan feliz como en ese preciso instante. Y te importan una mierda las caras de estupor que te reciben cuando emerges. En primera fila hay una, más pequeña que el resto, que sencillamente se limita a reír. De la manera más nítida y pura que jamás has escuchado. Porque sí, siguen resonando las explosiones, pero ahora las ves brillar y apagarse y brillar en el cielo. Justo encima de su risa. Bañándolo todo de luz.

Acerca de Iván Rojo

Poemas y relatos. Realismo. Minimalismo.
Esta entrada fue publicada en PROSAS y etiquetada , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

9 respuestas a Feliz cumpleaños

  1. micromios dijo:

    Un día duro eh? el único consuelo es que te queda uno menos para celebrar.
    Salut

  2. jano dijo:

    Clasicazo!

  3. Ariane dijo:

    Señor Rojo, su relato ha explotado y ha brillado a los ojos de esta humilde lectora.

  4. Llambito dijo:

    Mis congratulaciones, me ha perecido buenísimo!!! Sin duda lo mejor de la mañana, y compitiendo con el almuerzo de la Pascuala por lo mejor de la semana. Grande!!!

  5. CR Óscar dijo:

    Prosa desgarradora, Don Iván. Un placer.

Deja un comentario