El día terminaba y salí a dar una vuelta.
Esquivé peatones y vadeé ríos de tráfico.
La gente volvía deprisa a sus casas,
como civiles buscando el refugio
ante la inminencia del bombardeo.
Tenía la sensación de que algo terrible
estaba a punto de pasar.
Pasé junto a una iglesia. Las voces perfectas
de un coro infantil salían de entre sus muros
de entre sus vidrieras, elevándose hacia el cielo
nocturno como un ángel de alas negras.
No reconocía la melodía, pero sonaba a réquiem.
Se me erizó el vello.
Por un segundo tuve la certeza de que el mundo,
igual que el día, se moría. Mañana no amanecería.
Y sentí el miedo royéndome los huesos
como un perro rabioso.
Miré al hombre sentado a la entrada del templo.
Pedía limosna mientras comía fruta podrida.
Y supe de pronto que no, que el mundo no se acababa,
que simplemente seguía.
Al día siguiente el sol brillaría esplendoroso,
y la nueva hornada humana crecería a su calor
igual de ciega que la que la había engendrado.