No recuerdo
si se llamaba
Diego o Gerardo,
pero sí
que me acuerdo
de que lo conocí
en 5° de EGB
y fuimos amigos
lo que nos duró
el colegio.
En el barrio
todo el mundo
lo llamaba
el Pelagatos.
Decían que
tenía gatos,
muchos gatos,
decenas de gatos
en su casa
del bloque gris.
Decían que
su favorita
era una gata
blanca y tuerta
que siempre
estaba preñada
y que, joder,
tenías que ver
cómo se divertía
con los gatitos
el cabrón del
Pelagatos.
Decían, vamos,
que hacía honor
a su nombre.
Decían que
a algunos
los despellejaba.
Decían que
a todos
les sacaba un ojo.
Los chavales
-cosas de críos,
gilipolleces-
admiraban
su maldad,
yo el primero.
Todos queríamos
sentarnos
a su lado en
la tapia
del descampado.
Nos peleábamos
por dejarle
la bici cuando
el Pelagatos
anunciaba
su deseo de
dar una vuelta.
Circulaban
todo tipo
de historias
acerca del
Pelagatos
y sus gatitos.
Algunos chicos
incluso
juraban
haber visto
con sus propios ojos
la inmensa
camada tuerta,
o cómo
nuestro amigo
usaba la sangre
de sus animales
para invocar
al diablo,
o que los domingos
su madre hacía
paella de gato,
o que los palillos
con los que su padre
se limpiaba
los dientes
estaban rematados
por uñas
de felino.
Yo, como todos,
me moría
de ganas
de que un día
el Pelagatos
me invitara
a su casa y
me enseñara
todo aquello.
Nunca ocurrió.
El Pelagatos,
por su parte,
ni confirmaba
ni desmentía
las leyendas.
Se limitaba
a sonreír
de medio lado,
misterioso,
enseñándonos
sus colmillos
afilados
como agujas
y achinando
sus ojos verdes
mientras
acariciaba
la pata de gato
negra
brillante
que le colgaba
del cinturón.
En fin,
todos queríamos
ser él, ser
El Pelagatos.
Pero un día,
sin ningún motivo
en especial,
dejó de parecernos
alguien
tan admirable.
Y con el tiempo
se convirtió
en uno de esos
viejos conocidos
a los que
ni siquiera
saludas
cuando los ves
en el súper.
Pero esta mañana
me he encontrado
por la calle
al Pelagatos,
veinte años después
de la última vez,
y nuestras miradas
se han cruzado
con un destello
de reconocimiento.
Así que, claro,
me he visto
estrechándole
la mano.
Nos hemos dicho:
Todo bien
Sí, todo bien
Me alegro, tío
Yo también
me alegro.
Y cuando ya
nos despedíamos
algo se ha movido
bajo la vieja
bomber azul
del Pelagatos.
Entonces
se ha bajado
la cremallera
y me lo ha enseñado:
Un gato.
Un gato minúsculo
y blanquísimo.
Es el último,
me ha dicho
el Pelagatos,
tiene solo
un par de días.
Me ha dicho:
Mira qué preciosidad.
Y posando
cuidadosamente
el diminuto
copo de pelo
sobre la palma
de su mano,
me lo ha acercado
a la vista.
El pobre animal
temblaba
acurrucado
en medio del frío
de la inhóspita
mañana suburbial.
Le he pasado
un dedo
por el espinazo
indefenso.
El gato ha levantado
la cabeza
con esfuerzo,
como si pesara
una tonelada.
Me ha mirado.
Y he visto sus ojos.
Por fin.
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